He pasado la noche en casa de mis abuelos. Sigo solo, aquí no hay nadie.
He dormido en la que antaño fue la habitación de mi madre. Tampoco parece que mis padres hayan pasado por aquí desde hace mucho tiempo.
No se donde están mis abuelos. Me parece que se fueron con mucha prisa. La puerta de la casa estaba abierta.
El como llegué aquí ha sido más un milagro que otra cosa. Cuando el sábado aun estaba en casa, poco me imaginaba que los acontecimientos iban a sucederse en el modo que lo hicieron.
Tal y como rezaba el plan, moví el sofá de sitio, también utilicé las sillas del comedor, la mesa de centro y la mesa grande para improvisar un pasillo que condujera a aquel horrible ser, la Sra. María, hasta la terraza. También cerré la puerta de la cocina que da al recibidor para que no entrara en ninguna otra estancia. Preparé la mochila que me iba a llevar, me puse los guantes, las gafas de bucear y el fular de mi madre para protegerme de la enfermedad. Abrí las dos puertas correderas que conducen a la terraza, la del comedor y la de la habitación de mis padres. Cogí las llaves de la moto de mi hermana y me las puse en el bolsillo.
Me acerqué tímidamente hasta la puerta de la entrada. Giré la llave, bajé la maneta y me fui corriendo hasta la terraza. Tenía una vista directa hasta la entrada. Pude ver como lentamente se abría la puerta dejando entrar a la que hasta hacía poco había sido una vecina ejemplar y mejor persona. Tenía los ojos ensangrentados, toda la piel de la cara y las manos estaba llena de salpullidos y se le podían ver marcadas todas las venas. Lo peor estaba por venir, a medida que se iba acercando hacia mi pude notar un hedor fuerte, era una mezcla de horribles olores a sudor, orín y heces.
Avanzó lentamente por el recibidor y entró en el comedor, sólo la separaban de mi unos escasos metros y de repente se detuvo. Me miraba, parecía estupefacta viendo aquel extraño muchacho ataviado con un pañuelo de su madre, gafas de bucear y guantes de fregar platos. Tuve que llamar su atención llamándola y gritándole: -¡eh, tú aquí!, por aquí, ven a por mi! – Finalmente conseguí llamar su atención y acelerando el paso vino a por mi, tiempo suficiente para, siguiendo mi elaborado plan, ir hasta el otro extremo de la terraza y entrar a la casa a través de la otra puerta. Entré, cerré la puerta corredera de la habitación y corrí hasta el comedor para cerrar la otra puerta. El plan había funcionado, la había dejado encerrada fuera, sólo me faltaba bajar las persianas para que, por seguridad, no rompiera los cristales. Fue en ese momento cuando me di cuenta, no estaba solo. Volteé la cabeza por encima del hombro y lo vi. Se había colado en casa un tipo alto, gordo, calvo y semidesnudo.
Tragué saliva mientras un frío escalofrío recorría todo mi cuerpo. Mi plan de escape se había ido al traste. No conté con que alguien más pudiera entrar en mi domicilio.
Ahí estaba aquel tipo, inmóvil mirándome y esperando a ver cual iba a ser mi reacción. Era un tipo alto, seguramente medía cerca de metro ochenta y vestía una de esas batas de hospital que dejaban poco a la imaginación. Le faltaba un trozo de oreja y llevaba toda la cara ensangrentada. Creo que también le faltaba un trozo de labio aunque a él no parecía mucho importarle eso. Sólo un sillón nos separaba, por suerte para mi su movilidad era bastante reducida. Le costaba mucho respirar, en parte por su físico, en parte por toda aquella sangre que le cubría el rostro. Se tambaleaba de un lado a otro intentando adivinar por que lado del sofá iba a intentar salir yo.
Entonces lo vi claro, tenía que salir de allí, no podía esperar más. ¿Qué pasaría si llegaba un tercer invitado? Llamé su atención por un lado del sofá y cuando este se abalanzó sobre mi salí corriendo por el otro extremo. Cogí la mochila y corrí hacia las escaleras mientras un sentimiento de culpa golpeaba mi cabeza. Sólo podía pensar en la bronca que me iban a echar mis padres por dejar aquel tipo dentro de casa.
Bajé las escaleras de las cinco plantas que separan mi domicilio de la calle y fui directo hacia la moto de mi hermana. Por suerte ella siempre dejaba la moto aparcada en el mismo sitio, mal aparcada, pero siempre en el mismo lugar. No tardé en darme cuenta de que tenía compañía, empezaron a salir varios de esos seres de todas partes, primero dos, enseguida llegó el tercero, luego dos más y poco a poco me iba convirtiendo en una especie de diana a la que todo el mundo apuntaba. Quité el bulón que bloqueaba la rueda de la moto de Elena todo lo rápido que mis nervios me permitían, salté sobre la moto y le dí al contacto. -¡Sí!, la moto arrancó a la primera. Por fin algo que salía bien. El ruido ensordecedor de ese motor de 49 cc. parecía ser un imán para los infectados. En cuestión de unos segundos aparecieron casi un centenar de esos seres y todos corrían hacia mi.
Mientras recorría las pocas calles de la ciudad que separaban mi casa de la salida hacia la autovía observé que Tarragona estaba desolada. Había evidentes signos de violencia por todas partes, pero no pude ver a nadie.
Llegué hasta la autovía y abandoné la ciudad. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no llevaba casco, pero seguramente tampoco me iba a multar nadie por no llevarlo.
Todo iba bien salvo por el piloto rojo de la luz de reserva de la gasolina -Maldita Elena-.
Durante el trayecto me encontré con tres accidentes en la carretera. Uno de ellos el coche estaba volcado. No parecía que nadie hubiera por ahí, aunque de todos modos, no paré para comprobarlo.
El ciclomotor de mi hermana me llevó hasta la entrada del pueblo y allí el depósito de gasolina dijo basta. Por suerte no estaba lejos de casa de mis abuelos.
Cuando llegué aquí me encontré la casa abierta, no había nadie. El pueblo parece desierto. Desde mi llegada no he visto ni oído a nadie. Todo está en reposo, dormido, abandonado a excepción de un autobús cruzado justo delante de casa de los abuelos de manera execrable.